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Si el primero era la Francia tradicional, el otro era cosmopolita, extravagante, refinado.
Nunca el ciclismo plasmó dos identidades con tanta perfección, lo había hecho poco antes con el binomio Bartali-Coppi, el primero piadoso y sufrido, el otro entregado a los placeres y la belleza, pero en Poulidor-Anquetil la historia dio una vuelta de tuerca.
El ciclismo de Raymond Poulidor fue escrito con tinta de sacrificio y páginas hechas de lágrimas, no perdiendo nunca la cara a la ruta, incluso cuando las cosas no salían.
Los Tours de Poulidor fueron un prodigio de consistencia pero no le dieron el premio que mereció y aún y así nunca bajó los brazos.
Que la historia, la estadística, no haya puesto un maillot amarillo nunca sobre sus hombros es una de las injusticias que el azar se reservó para el ciclismo.
Pero la vida es así y Raymond nunca perdió la sonrisa ni marchitó su amor por el ciclismo por ello.
Y hoy nos deja un poco más huérfanos, más desconectados de esas raíces, de ese ciclismo que él protagonizó, del que sabemos por vídeos de mala calidad y amarillentas hojas de diario, del que supimos por testimonios directos, como Jaime Mir, cuando tuvimos la suerte de trenzar los vericuetos de su historia, su singular historia…
Si Mir vio en primera persona la complicidad entre Jeanine y Jacques, también vio la convivencia con su enemigo del alma. Al sur de la Normandía, en el Lemosín, la Francia profunda, trabajadora y rural, había nacido Raymond Poulidor, hijo de agricultores, apegado a la tierra y abnegado trabajador. Raymond, también Poupou, no ganó nunca el Tour, pero lo disputó como el que más. Mir lo tuvo siempre claro y así lo apreció: si Poulidor y Anquetil fueran por aceras diferentes, la muchedumbre acudiría a la del viejo Raymond.
“Poulidor era otro mundo, era un clásico hombre de campo al que todo le iba bien. Era un trozo de pan. Era y es un Dios para Francia. Todos le querían mucho, quizá porque parecía más humilde y eso frente a la aureola de divo Anquetil pesaba mucho. Conviví mucho con él cuando venía a la Escalada a Montjuïc. Sólo quería que le atendiera yo, le generé siempre mucha confianza. Era sensacional, un hombre de campo, todo el rato me llama “Taxy” a secas. Yo le gestionaba el dorsal, le atendía en meta, le llevaba a la estación de tren, al aeropuerto,…”.
Ese era el ciclismo de Raymond Poulidor.